Messi y Maradona, en un entrenamiento de la selección argentina en 2009 AFP

Cada cierto tiempo surge una chispa que reaviva el debate sobre quién es el mejor futbolista de la historia: Maradona o Messi. Y está bien que así sea, porque la comparación interminable entre ambos no hace más que ahondar en su grandeza indiscutible, como un cuento sobre dos gigantes a los que nunca oculta del todo la sombra del otro. El fútbol se ha convertido en nuestro pasaporte más directo a la infancia, no hay placer adulto en este deporte que nos iguala a todos por insensatez, al que acudimos con la ilusión alimenticia de un lactante, y que de manera inevitable nos empuja a preguntarnos una y otra vez si queremos más a papá o a mamá, a Messi o a Maradona.

Uno puede tratar de hilar argumentos para defender la hegemonía del uno o del otro pero la respuesta final nunca será del todo concluyente. Nadie puede medir y clasificar de manera definitiva los espacios infinitos y el talento de ambos se encuentra, precisamente, en ese limbo utópico, inalcanzable para la industria del etiquetado que confiere cierto orden a nuestra confusa naturaleza humana. Si alguien no merece ser clasificado por un simple mecanismo esos son Maradona y Messi, tan inaccesibles al entendimiento que solo pueden ser abreviados desde un punto de vista sentimental: se puede querer más a uno que al otro, se puede incluso odiar a uno por encima del otro, pero nada más.

El último en intentarlo ha sido Zico, que no es un cualquiera en este negocio del deporte sentimental. “Detrás de Di Stéfano, Pelé, Cruyff y Maradona va Zico”, solía decir mi padre antes de la irrupción de Messi. Y Zico dice que Maradona era mejor que Messi, que jugaba peor acompañado, que soportaba marcajes y entradas inconcebibles en el fútbol moderno y, sobre todo, que poseía un mayor instinto competitivo que el azulgrana. Es su opinión y merece ser tenida muy en cuenta porque Zico también era un gigante –menor pero gigante, al fin y al cabo– y su análisis nada tiene que ver con el espectáculo callejero de algunas tertulias o los intereses de una marca de ropa, un club determinado o un lobby de intermediación. Mi padre, sin embargo, hace tiempo que no admite debate alguno y ha proclamado a Messi como el mejor futbolista que nadie haya visto nunca, diga su adorado Zico lo que diga. Incluso mi opinión, que soy su único hijo y luzco sus mismos ojos, lo trae ya sin cuidado.

Existe un elemento, sin embargo, que sí parece diferenciador entre ambos: la cronología. En cualquiera de las artes estéticas –y el fútbol lo es– la innovación aporta siempre un valor añadido a la técnica y parece difícil entender a Messi sin la influencia determinante de Maradona. Esto tampoco quiere decir gran cosa ni debería ser utilizado para decantar la balanza en favor del Pelusa, pero conviene recordarlo para no traicionar ese espíritu tan particular del fútbol que nos devuelve a los once años en cuanto comienza a rodar un balón. Porque si lo mejor que se puede decir de Messi es que sigue jugando como si fuera un niño, parece de justicia admitir que ese niño sigue queriendo jugar como si fuera Maradona.