Hemos tenido un año tan intenso que me parece merecemos con urgencia un remanso navideño. El agonizante 2018 resultó más agitado, convulsivo y sorprendente que lo que de por sí suponíamos. Hubo tensión, sobresaltos, enconos, diatribas como no ocurría en décadas. Sufrimos y disfrutamos, soñamos, propusimos, supusimos, temimos y nos enfrentamos también como pocas veces. Y por fin está por terminar.

Es tiempo de relajarnos. Dejar que los últimos días transcurran a su antojo, sin presiones ni expectativas: como se den. Y mientras eso ocurre, demos rienda suelta a nuestras mejores nostalgias, nuestros recuerdos, pero no nos dejemos llevar a la consabida depre decembrina.

Yo prefiero pensar en la Nochebuena. O mejor dicho, en las nochebuenas. En tres. En primer lugar me refiero, sí, a la flor insigne de estas fechas, regalo de México al mundo, maravilla natural que, dicen, nos robó el primer embajador estadunidense en nuestro país, Joel Roberts Poinsett, allá en el siglo XIX: biólogo él, se llevó semillas de nuestra maravillosa Cuetlaxóchitl, (“flor de pétalos resistentes como el cuero”, en náhuatl) y las desarrolló y patentó en Carolina del Sur, Estados Unidos. A la fecha, en ese país y en muchos otros, la flor se conoce con el nombre de Poinsettia. También se le llama Estrella de Navidad, Hoja Pintada, Planta Langosta, Flor de Pascua, Flor de Fuego, Flor de Navidad, Flor de Santa Catalina, Paño de Holanda, Bebeta, Pastora…

Hoy se calcula que se producen en todo el planeta unos 500 millones de Nochebuenas. En México, apenas llegamos a unos 20 millones de plantas al año, producidas principalmente en Michoacán, Morelos, Puebla, Guerrero y la Ciudad de México. En la capital, la producción se concentra en Xochimilco, Milpa Alta y Tlalpan.

La Nochebuena, que en realidad no es su flor como la pintan, ha sido capaz de convertirse en símbolo universal de la Navidad, que no es poco. Existen alrededor de 200 especies y las hay rojas, blancas y verdes. Ocurre en que realidad la “flor” que vemos es el follaje, las hojas. La auténtica flor es pequeñita y está compuesta por una especie de pistilos amarillos que se encuentran al centro. Pienso que aunque nos la hayan volado podemos estar orgullosos de nuestro aporte, que no hubiera sido tan notable sin la intervención de los frailes franciscanos que durante los primeros años de la Colonia la introdujeron en las costumbres navideñas.

Pienso también en otra Nochebuena: La noche previa a la Navidad, cuando solemos festejar con la tradicional cena familiar una de las fechas más significativas del calendario cristiano. Esa Nochebuena está definitivamente ligada a mi historia personal, con particular énfasis en sus años infantiles. Ahí está el recuerdo de la reunión anual y única de la familia Pinchetti, en la casa de mis abuelos. Los tíos y los primos departiendo en torno a una gran mesa adornada precisamente con flores de Nochebuena. El árbol de Navidad, los regalos, la cena, los infaltables pleitos familiares.

Hubo una vez, ya fallecidos los abuelos, que mi tía Adelita (hermana de mi madre, Emily) y mi tía María Luisa (prima de ambas), se enfrascaron en una acalorada diatriba por dilucidar quién era “el rey de la Navidad”. Mi tía Adelita postulaba a su padre, Humberto, en tanto que María Luisa lo hacía con el suyo, Romeo. Hay que aclarar que Humberto y Romeo (llegados a México de Lugano, Suiza italiana), eran hermanos, que habían casado con dos hermanas. El caso es que aquella confrontación marcó el inicio de una decadencia de las reuniones navideñas, que acabaron por desaparecer.

De manera más íntima, mis recuerdos –y nostalgias– de esa época del año incluyen desde luego las posadas del club Vanguardias y el Nacimiento que mi madre en persona instalaba en algún corredor de la casa, con sus figuras italianas, el pesebre de palma, el musgo verde, las ramas de pino olorosas… En la Navidad recibíamos como regalo ropa para todo el año, que nos traía el Niño Jesús. Los juguetes eran cortesía de los Reyes Magos.

El Santa Claus era entonces prácticamente un desconocido, apenas presente en el mostrador del Sears de Insurgentes y San Luis Potosí, en la colonia Roma, con su espesa barba blanca, su ropa roja y su carcajada permanente. Lo curioso es que el primer trabajo que tuve en mi vida, ya en plena adolescencia, fue el de entregar a domicilio fotografías de niños con Santa Claus que los dueños del negocio tomaban en la Alameda Central. Nos daban cada foto a tres pesos, para revenderla en cinco. Con mi primo Romeo nos íbamos en bicicleta a repartir. Era importante apartar una buena zona, porque con frecuencia los clientes rechazaran las fotografías u ofrecieran una bicoca por ellas. Y esas eran pérdidas, porque no había devolución.

En las referencias obligadas de estos días están los platillos de temporada, que incluyen por supuesto el pavo (que en ese tiempo se compraba vivo, unos días antes, a los campesinos que los llevaban en parvadas por las calles), los romeritos y el bacalao. En mi familia paterna, lo más entrañable era el pavo, por el relleno italiano que llevaba. Era una receta familiar heredada por mi madre, a base de salami y pan molido. ¡Inolvidable!

La otra Nochebuena que no olvido en estas fechas es la cerveza, que sólo en esta época se consigue, porque es de producción limitada: estupenda. Válgame.

@fopinchetti