Andrés Manuel. Foto: Cuartoscuro.

Hace unos días, el 24 de noviembre, el presidente electo Andrés Manuel López Obrador se dirigió a las fuerzas armadas en una ceremonia diseñada a propósito para su presentación como próximo jefe supremo. Ahí desplegó una más de sus frecuentes lecciones de historia patria, esta vez dedicada específicamente a la trayectoria del ejército, para convocar a los marinos y soldados, en tanto que pueblo uniformado, a que lo sigan en su misión redentora contra el neoliberalismo, causante de todos los males de la nación, sobre todo de la violencia que atenaza a la sociedad mexicana, pues desde su llegada depredadora millones de mexicanos se han quedado sin otra opción que dedicarse a delinquir.

Es de suyo preocupante que el próximo presidente de la República se dirija a un cuerpo de servidores profesionales del Estado, que por definición debería estar al margen de las definiciones ideológicas particulares –aunque sus integrantes en lo individual pueda profesar creencias políticas distintas–, para pedirles que lo sigan en sus convicciones personales, las que inevitablemente guiarán su actuación, pero que no por ello dejan de ser parciales y no pueden ser impuestas como credo oficial a los cuerpos del Estado, principalmente a los armados. Se trata de un principio básico en una democracia laica, la cual no puede tener ni religión ni ideología oficial distinta al compromiso con el orden jurídico y los derechos establecidos por el texto constitucional.

La arenga del presidente electo a los militares, en cambio, fue un llamado a seguirlo, como las de los caudillos decimonónicos o revolucionarios que llamaban a la rebelión en favor de una causa justiciera. No era un Jefe de Estado frente a un conjunto de servidores públicos con responsabilidades delimitadas por la ley, sino un agitador en busca de adeptos para enfrentar al enemigo –la delincuencia– que ha sido prohijada por sus perversos adversarios políticos, los neoliberales que en realidad son herederos del Partido Conservador. Los soldados patrióticos no pueden más que estar del lado correcto de la Historia, el que él representa, como líder del pueblo frente a sus enemigos.

La visión maniquea de la historia de México que tiene el ya virtual presidente refleja con claridad su proceso de politización en la primera edición de los libros de texto gratuitos que en el apogeo de su poder impulsó el régimen del PRI para consolidar su legitimidad a través del proceso socializador de la educación controlada por el Estado, como lo escudriño el recientemente fallecido Rafael Segovia en su clásico La politización del niño mexicano, publicado en 1975, en el que se reflejan de manera nítida los valores inculcados por el proceso de construcción de capital político que guio a la enseñanza durante la época clásica del autoritarismo.

López Obrador debe haber estudiado sus primeros años de primaria alrededor de 1960, año en el se estrenaron los libros obligatorios que editó la Comisión Nacional del Libro de Texto Gratuito, encabezada por Martín Luis Guzmán. En sus páginas se condensaba la versión oficial de la historia de México que llevaba sin solución de continuidad la gesta del pueblo mexicano del lado correcto de la Historia desde la independencia, encabezada por Hidalgo, hasta los gobiernos emanados de la Revolución, que no eran otra cosa que la encarnación del interés nacional unívoco. El lado bueno estaba representado por los federalista, contra los malvados centralistas; por los liberales, contra los pérfidos conservadores, que habían traicionado a la patria trayendo a Maximiliano; por los revolucionarios en bola –en el jarrito justiciero entraban apretujados todos los bandos en lucha a partir del Plan de San Luis– que se habían rebelado contra ese paradigma del mal que fue Porfirio Díaz, protector de terratenientes despiadados y de empresarios extranjeros voraces, origen de toda la injusticia nacional previa a la salvación que finalmente había encarnado en el culmen de la justicia social el régimen del PRI.

De acuerdo con aquellos textos, las grandes transformaciones posteriores al advenimiento de la nación, este mismo producto de un acto de reversión justiciera de la malvada conquista, habían sido la reforma, encabezada por el prócer Juárez; la revolución iniciada por el apóstol Madero con su clamor no tanto democrático como antirreelecionista, que confluyó con el reclamo justiciero de Zapata y el agrarismo, y la recuperación de la soberanía nacional condensada en la expropiación petrolera de Cárdenas y replicada por López Mateos –el presidente en turno cuando se editaron los libros– con la nacionalización de la industria eléctrica. El régimen del PRI era no solo heredero, sino consecuencia lógica del triunfo de las causas populares contra los intereses extranjeros y oligárquicos. Ideología pura, con muy poco de historia.

López Obrador debe haberse fascinado con aquella edificante visión del destino nacional. Los valores políticos que se arraigaron en su mente infantil fueron, sin duda, muy parecidos a los que se reflejan en la encuesta aplicada por Rafael Segovia a una generación un poco posterior. Los conozco muy bien porque yo mismo estudié la primaria con aquellos libros, aunque a mi me tocaron ya en su segunda edición, la de la portada con la Patria de Jorge González Camarena, pero cuyos contenidos eran exactamente los mismos, con diferentes ilustraciones, de aquellos que seguramente le tocaron al niño Andrés Manuel, quien probablemente era muy buen estudiante en su escuela pública tabasqueña y se los aprendió a consciencia.

Esa historia de buenos y malos es la que se refleja cotidianamente en su discurso y en su actitud política. Él representa de manera incontrovertible las causas del pueblo bueno. Su cuarta transformación no es otra cosa que un nuevo impulso en el sentido histórico correcto; él mismo se pretende un continuador de las gestas de Juárez, Madero y Cárdenas –de los míticos de aquellos libros de leyendas ilustradas, no los personajes históricos reales– y se imagina como trasunto de los solemnes presidentes de su infancia: el día de su toma de posesión recorrerá el trayecto entre el Palacio Legislativo y el Palacio Nacional en coche descubierto, seguramente bajo una lluvia de papelitos de colores, como aquel López Mateos que vio en los cortos de los cines de Macuspana o de aquel Echeverría que gobernaba cuando llegó a estudiar Ciencia Política a la UNAM.

Esa visión polar de la historia nacional es una de las razones por las que su discurso conecta tan bien con amplios sectores de la población, quienes también fueron politizados por aquellos textos o por sus ediciones posteriores, siempre guiadas por una intención de homogenización de las conciencias, como corresponde a un régimen autoritario. La eficacia de aquel proceso de legitimización fue tan eficaz que ha sobrevivido al régimen que justificaba.

López Obrador puede calificar de conservadores a todos sus adversarios porque sabe que eso de inmediato los va a meter en el saco de los malos en el imaginario de la mayoría de la población. Arenga al ejército a que lo siga en su cruzada personal porque lo ve no como un cuerpo profesional al servicio del Estado en su conjunto, sino como una facción triunfante de una rebelión popular que debe seguir sirviendo a su causa. La visión de la historia del nuevo presidente no es la de un demócrata con un proyecto que se reconoce como parte de una sociedad compleja y con intereses diversos y contrapuestos a la cual quiere guiar durante un tiempo, sino la del salvador de la Patria que viene a continuar una gesta histórica predestinada.