De Marcos bate a Ter Stegen. ALBERT GEA REUTERS

Desnortado desde la alineación y melancólico en su fútbol, el Barça sufrió el primer acto como un castigo, pendiente de taparse antes que de atacar, encogido ante el acoso feroz del Athletic. Hasta que salió Messi y el equipo se corrigió para recobrar su personalidad, esa que explica que el balón es un amigo y que al fútbol se juega para marcar un gol más que el rival. No le alcanzó al Barça para voltear el duelo, pero sí para firmar unas tablas que sirven para recordar que sin Messi no se es nada.

Pocos técnicos hay tan intervencionistas como Berizzo, que casi siempre condiciona los encuentros con su propuesta futbolística. No fue diferente en el Camp Nou, donde exigió una presión alta e intensa, con el añadido de que era hombre a hombre sin importar en qué zona del campo se encontrara el rival. La gallardía era un arma de doble filo porque en caso de que funcionara, su equipo robaba el esférico en campo ajeno y con igualdad de efectivos, como demostró en el gol; pero también conllevaba un riesgo extremo porque en caso de superar la primera presión, el Barça pisaba la casa contraria en idénticas condiciones. Por lo que el partido estaba para Messi. Pero Valverde no lo entendió así.

Al técnico no le importunaron los traspiés de las dos últimas jornadas —empate ante el Girona y derrota frente al Leganés— y prosiguió con las rotaciones, ahora que la Champions está a la vuelta de la esquina y que es el gran reto como anticipó Messi. El 10 se quedó en el banquillo de inicio junto a Busquets, las dos piedras filosofales del equipo. Pero nadie conoce al Athletic como Valverde, por eso extrañó que en vez de exprimir las virtudes blaugranas decidiera entrar al juego del Athletic, de ida y vuelta. Porque Rakitic y Vidal aportan músculo y recorrido, pero no toque y distribución. Toda una bofetada al axioma de que el fútbol es de los medios.

Y eso que, con las piernas frescas y con el rival adaptándose a las medidas del Camp Nou, el Barça salía de la presión con velocidad y precisión, espoleado por un Coutinho que se pidió ser Messi pero se quedó a medio camino porque descontaba rivales con sus quiebros pero se perdía en el remate. Le siguió el ritmo Luis Suárez, cómodo con la batalla, feliz por ganarse el espacio con el cuerpo. Y bien que la tuvo, tras ese pase por dentro de Vidal, pero su disparo a la media vuelta fue demasiado centrado. Ocurrió que el Barça echaba de menos orbitar alrededor del 10. Por lo que sin nadie que diera sentido a los ataques, el Athletic cambió el guion. Siempre desde su presión avanzada.

La sufrió Ter Stegen, que perdió varios balones al no tener un pase claro; la padecieron los centrales, incapaces de conectar con la siguiente línea; y lo disfrutaron los rivales, que con muy poco hacían mucho. Como un corte de Íñigo Martínez prolongado por Raúl García y casi resuelto por Williams con una vaselina que le hizo cosquillas al poste; o un robo que también acabó en Williams, que se las ingenió para regatear a Ter Stegen pero se quedó en Babia cuando se daba por descontado el gol. Eso, el laurel, fue para De Marcos. Y fue en una contra extraña —el Barça se detuvo porque Dembélé y Raúl García acabaron en el suelo— que lanzó Susaeta y De Marcos festejó tras una pifia común, aunque también individual de Piqué porque se quedó enganchado en su área en vez de tirar el fuera de juego.

Retocó Valverde los cromos en el segundo acto con la inclusión de Busquets y Messi, también con un cambio de sistema que pareció un 4-2-3-1 porque Leo se situó de mediapunta. Argucia táctica que le sirvió al Barça para amasar el esférico en campo ajeno e incluso en el balcón del área rival. Un ataque posicional con Messi de capataz, excelente en los pases por los pasillos interiores. Así llegó, por ejemplo, el remate acrobático de Coutinho que se estrelló en el larguero; el chut de Messi que escupió el poste; y otro más que le cuchicheó al palo por fuera. Contratiempos que no desanimaron a Leo, empeñado en recuperar lo perdido, que tras una carrera por la banda, chutó seco para que Simón pusiera los guantes pero la bola en juego. Leo la aceptó y la colgó rasa a Munir, que le bastó con poner la bota para lograr el empate. Otra X en el casillero y otro disgusto para el Barça, que trató de corregirse a tiempo y se quedó a medias para firmar dos de los últimos nueve puntos.